sábado, 15 de octubre de 2016

... Sobre realización laboral ...

. Ayer mi frágil ego fue aumentado artificialmente por dos señoras en edad de ya no merecer. Claro que mi mentecillilla retorcidillilla ayudó a eso, sin embargo no me importa, el chiste es que el estúpido ego masculinoide y alburero se me alborotó por la mañana cuando una dependienta del Oxxo analfabeta (o annumérica mejor peor dicho) volteó a verme con cara de acongojamiento previo al dolor y me dijo que era demasiado grande, que si no cabía la posibilidad de que le diera uno más pequeño, a lo que me negué rotundamente. Entonces, sin más esperanzas se dio la vuelta, se agachó -incluso pude escuchar los huesos de su cadera crujir de miedo- y sacó una bolsita de monedas para darme el cambio de dos cafés y un paketín de galletas Arcoíris pagados con un billete de quinientos pesos. Uno de esos billetes de cambio era de doscientos pesos y estaba un poco roto, tenía tres cortaditas en una de las líneas de seguridad. Yo, en mi enmimismamiento no lo noté de inmediato y por la tarde pagué mi comida con ese billete. Sobra decir que la señora (no tan) rubia me dijo que era demasiado para ella, que no podía soportarlo, que además de grande estaba dañado y defectuoso. No sé qué cara haría yo que de inmediato reculó, "no, digo, está bien, no te preocupes", me dijo. Yo continué con mi expresión vacía y recibí en propia mano los billetes y monedas contantes de mi cambio. Dos veces en un día me juzgaron por el tamaño de mis billetes, siendo que son los únicos que poseo en la vida. Yo no digo nada, pero este ambiente de apatía generalizada me tiene hasta mi muy flemático copete. No quiero dejarme arrastrar por toda la ola de mediocridad que me rodea. Hace un par de semanas preguntaba en Twitter en qué círculo del infierno (según Dante) yacían las almas condenadas de los ignorantes y los estúpidos. No existe una respuesta correcta porque según la tradición judeo-cristiana, no es un pecado ser idiota, sin embargo, la estupidez reinante en este entorno no tiene que ver necesariamente con la falta de aptitudes mentales -que sí, a veces-, sino que mantiene una mayor referencia a la carencia de escrúpulos. En el octavo círculo del infierno dantesco desarmonizan los fraudulentos, aduladores, corruptos y ladrones padeciendo terribles torturas. En este sitio no hay más octacéntricos porque no hay más gente. Quien no abusa de la confianza de los plebeyos no tiene cabida en este lugar. Los hay de todo, los gordos fraudulentos y explotadores que manejan el negocio y su séquito de aduladores que les temen y que limpian con sus traseros el suelo que pisan con sus pesadas pezuñas. No, no, no, no, no. Si lo que pretendo es encontrar a un Virgilio lo antes posible para huir volando de este lodazal. Siento que mientras más tiempo permanezca aquí, más me condenaré a la irrelevancia, más me perderé en el conformismo reinante en todos y cada uno de los suspirantes a mi lado. La dignidad del hombre tiene un precio, pero no es posible que seres despreciables pretendan comprarla por tan poco, y peor aún, que haya quienes, en aras de una estabilidad mal entendida, lo permitan. Tengo claro que no quiero convertirme en uno de ellos. No quiero alegrarme ante la sola posibilidad de no trabajar un sábado. Odio con odio real el descubrirme contando los días que faltan para la quincena. Es verdaderamente estúpido que me duelan los pies por correr para no llegar tarde porque me quitan mi bono de puntualidad. Y lo más preocupante de todo es que si sigo aquí, tarde o temprano los tentáculos del tedio me ganarán la batalla y me convertiré... en uno de ellos. La semana pasada, en el metro me topé con el hombre más feliz de este planeta, no era el típico caso del individuo con aires de autosuficiencia que cae como patada en las bolas. Era un tipo más corriente que común, cabello claro y escaso y barba de horas. Sentado frente a mí, se reía con vehemencia de los chistes de Teo González que eran escupidos por una bocina en una mochila en la espalda de un monillo que los vendía en formato emepetrés. Los mismos chistes que yo conozco, que me causan gracia pero que definitivamente no me doblan por la mitad cada vez que los escucho. Al parecer tenía pena de soltar una risotada pues se le notaba la contención, pero no era por falta de ganas, sin embargo no podía ocultar su sonrisa de dientes enormes que a su vez me contagiaba a sonreír aunque tuviera toda la preocupación del mundo sobre mis hombros. No puedo negar que esbocé un par de sonrisas amplias, pero al momento de dejar de ver su rostro carcajeado para bajar del tren, un aguijón se me clavó en el pecho y pensé: "¿Qué tan triste debe ser la vida de alguien para que los chistes de Teo González escuchados en el metro por sorpresa le causen semejante diversión?"

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